María Josefa Francisca Oribe y Viana: La Tupamara

Comenzamos con la historia de una de las mujeres criollas más influyentes de la Revolución Oriental.

Josefa Oribe (Pepa), nació en Montevideo el 13 de diciembre de 1789, año del comienzo de la revolución francesa, sexta de doce hermanos. Hija de Don Francisco Oribe de las Casas y de Doña Francisca de Viana y Alzáybar, por lo tanto nieta de Doña Francisca de Azáybar (la Mariscala). 

Se decía en la leyenda familiar que por parte de su padre descendía de la rama del fraile dominico Bartolomé de las Casas, primer sacerdote ordenado en América y primer Obispo de Chiapas, el que defendió con uñas y dientes el derecho de los indígenas frente al abuso de los comendadores. Por parte de los Viana para no ser menos se aseguraba que corría sangre del Cid Campeador, el no menos conocido luchador cristiano contra los moros en España.

La pobre Josefa o no tan pobre por así decirlo, ya traía bastante estirpe en sus venas y no menos valentía guerrera y explosivo carácter e ímpetus de libertad. Con estos antecedentes  no es tarea fácil continuar con un relato tranquilo y ordenado. Puede que salte para aquí y para allá incursionando en diferentes hechos de su vida.

De toda esta ascendencia no es raro que haya heredado un espíritu libertario, indómito, independiente, libre pensadora y comprometida con ideales políticos conspiradores a lo largo y ancho del Río de la Plata. Tanto en grandes salones patriarcales de té, de minués, saraos y candelabros como en ruedas de fogones con mate y charque con patriotas, indios, esclavos y libertos. En carruaje a pie o a caballo.

Los varones de la época la miraban con admiración y deseo y las mujeres murmuraban sobre su vida y supuesta mala vida, de donde le llegó el mote de “la tupamara”, con el cual los españoles nombraban a los criollos que simpatizaban y participaban de actos por la lucha independentista. Le tocó vivir momentos muy desafiantes en la América Hispánica y su carácter se comenzó a forjar duro y  fuerte del que se desprendía una mirada penetrante y desafiante pero recatada y dulce a la vez.

Su niñez fue muy tranquila en aquel Montevideo pueblerino que transcurría entre bodas, bautismos, almuerzos domingueros y fiestas de guardar, hasta que a los once años debió partir junto a su familia hacia Lima.  Pero para los niños de la familia era todo un desafío pues pasarían de vivir en un pueblo de la colonia a una capital de Virreinato, vieron un cambio fundamental para sus vidas.
El traslado no fue nada fácil, todo se realizó por tierra a lomo de mula, cruzando todo tipo de terreno, con enseres de la casa, baúles con ajuares, mantelería, platería, loza, más los esclavos y sirvientes y algunas vacas con toda la familia que no era poca.

Para cumplir con esta orden del rey, su padre debió vender todos sus bienes, campos, haciendas, perdiendo toda su fortuna y la de su esposa. Por lo que la corona nunca indemnizó ni se hacía cargo de tales movimientos de sus súbditos. Su padre como militar al servicio de la corona española debía acatar órdenes, pues este movimiento era para él un gran progreso en su carrera y mejores oportunidades de futuro para sus hijos. Y también para terminar dignamente su carrera y con honores.

El viaje les llevó alrededor de tres meses. Al poco de instalarse dentro de una sociedad totalmente diferente y a la cual tuvieron algunas dificultades para adaptarse, debido a la forma de vida muy discriminatoria de la nueva ciudad. Llegó la peor noticia, habían pasado solamente algunos meses cuando le llega a Doña Francisca la noticia de que su marido había muerto víctima de una fulminante y rara enfermedad, la que no conocían por lo tanto no sabían de qué se trataba.

La sociedad limeña comienza a cerrarle las puertas poco a poco quedándose sola y debiendo entonces emprender el camino de regreso a su tierra. Nadie se preocupó por su suerte o la de sus hijos, pues recién a los cuatro años le llegó una pensión. Comenzó a forjarse el odio de toda la familia a la sociedad limeña y a las autoridades militares al no ser reconocidos en absoluto. Vivieron casi miserablemente.

Por lo tanto el regreso fue mucho más duro, pobre y sin nada que la esperara al llegar.  La cobijó su hermana menor Margarita de Viana, quien había mantenido su fortuna y acrecentada y veló por el bienestar de su hermana y sobrinos. Doña Francisca fue una de las tantas mujeres orientales que no tuvo miramientos al momento de unirse a pesar de su origen patricio, a la causa de la revolución oriental, presentándose delante del mismísimo José Artigas, pero eso sí, le ofrecía a sus jóvenes hijos Manuel e Ignacio Oribe  reclamándole para ellos el grado militar que por justicia les correspondía.
 
Después de esta presentación de familia que me pareció pertinente, en la próxima seguiremos con la vida de Doña Josefa Oribe “La Tupamara”.

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